Discapacidad y convivencia
“Sean muy cuidadosos y no cansen”. Esas fueron las palabras que la instructora de movilidad nos dijo en la primera clase que tomé en la escuela para ciegos. Hacía seis meses que había perdido la vista a causa de un tumor cerebral que había destruido mis nervios ópticos, y luego de andar llorando por todos los rincones de la casa, había decidido ponerme nuevamente de pié. Decidí ingresar a una escuela donde me ayudaran a reinsertarme en la sociedad, y me sorprendí cuando Matilde (así se llamaba la instructora) nos recibió con esas palabras. Yo esperaba algo más dulce, más compasivo, más amable. Pero no fue así. El tema de conversación de ese primer día de clases giró alrededor de esa frase que para mí, a esa altura, me parecía absurda. Hoy debo reconocer que Matilde tenía mucha razón. Invariablemente, una persona discapacitada necesita algo de asistencia. No existe la persona con algún tipo de discapacidad sensorial o motora ciento por ciento autónoma. El entrenamiento y las ayudas técnicas sirven para brindarnos una independencia maravillosa, pero no pueden evitar que logremos prescindir de la ayuda de otras personas en ciertas cuestiones puntuales. Esta situación nos lleva tarde o temprano a provocar en las personas que comparten nuestros días, un malestar que si no se detiene a tiempo, puede terminar desgastando hasta el más fuerte de los vínculos.
Yo, por caso, en cada una de mis relaciones puse en práctica el consejo que Matilde sabiamente nos había dado el primer día de clases. En todas salvo en una. ¿Y adivinen qué? Esa relación se desgastó y hoy no es más que un llamado telefónico de compromiso para nuestros cumpleaños. Lo que sucedió fue que en esa relación en particular, no creí necesario cuidar las formas, ya que el vínculo que nos unía era tan fuerte que supuse que se sobrepondría a cualquier inconveniente. Sin embargo me equivoqué. Lo comprendí cuando me dijo “¡Vos no sos el único que necesita una mano en esta casa!”. Lo triste fue que en más de una ocasión, yo hubiera podido prescindir de la ayuda de esta persona, pero más por disfrutar de su compañía que por la complejidad de la tarea, igual pedía su colaboración. Su buen carácter y disposición, me impidió intuir aquel desenlace.
A esta altura del artículo bien vale la pena hacer una aclaración. El consejo de Matilde no se limitaba sólo al simple hecho de pedir asistencia a las personas que nos rodean. También se refería a nuestros discursos o actitudes. Ella trataba de combatir a ese estereotipo de persona discapacitada que va por la vida lamentándose de su mala suerte y quejándose de todos y todo lo que está a su alrededor. Como solución, ella aconsejaba separar el “dolor” del “drama”. Explicaba que hay una diferencia muy grande entre estas dos palabras. Decía que el drama no servía para otra cosa más que para cansar y con el tiempo alejar a las personas que nos rodean. Es la insoportable actitud que adoptan algunas personas que luego de sufrir una discapacidad, malgastan sus días quejándose y llorando. Nadie dice que no debamos hacer nuestro duelo, pero aconsejaba que luego de ese período (que tendrá una duración diferente en cada uno de nosotros) deberemos dejar las lágrimas y las escenas de lado.
Luego agregaba lo siguiente. Decía que lo que nunca íbamos a poder dejar atrás era el dolor. Eso lamentablemente nos acompañaría siempre. Estar nuevamente de pié, disfrutando de todo lo que la vida nos puede brindar, no significará que nuestra situación personal haya dejado de dolernos. Pero ese dolor es un tema íntimo y privado que de nada sirve hacer público. En tal caso, para lo único que es útil es para espantar a las personas que también sufren por nuestra situación, pero que no son las responsables ni tienen la culpa de que nosotros suframos de una discapacidad.
Autor: Equipo de editores de Lázarum.com
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