Discapacidad y cambio de actitud
Este artículo pretende refutar la creencia popular que tilda de resentidas a todas aquellas personas discapacitadas. Muchos de los que padecemos alguna de ellas, por caso, estamos profundamente convencidos de la falsedad de esta teoría. De hecho demostramos lo contrario día a día con cada uno de nuestros actos. Sin embargo, no somos ingenuos, y sabemos muy bien que la ciudad está bien nutrida de protagonistas que alimentan y justifican esta creencia. Con demasiada frecuencia nos topamos con personas que a consecuencia de una discapacidad, se hallan en medio de una dramática crisis personal, y no dejan de trasladar esta situación a cada uno de los aspectos cotidianos de la vida. ¿Qué le podemos exigir entonces a una persona ajena a la situación, que tiene la mala fortuna de cruzarse por nuestro camino? La compasión, tolerancia y buena voluntad saldrán huyendo despavoridas cuando, un transeúnte, o un empleado designado en la atención al público, vea a una persona discapacitada profundamente agresiva, insultando entre dientes, y con un enjambre de moscas volando a su alrededor.
Nuestra hipótesis es muy simple y clara. Creemos que el principio de solución a esta problemática se halla en un pequeño gran cambio en todos los actores involucrados. Un cambio de actitud tanto por parte de las personas que sufren algún tipo de discapacidad, como así también por parte de la sociedad en su conjunto.
Recuerdo, hace ya varios años, cuando ingresé a una escuela de ciegos para aprender a desenvolverme en mi nueva situación social. Durante una clase descubrí que todos mis compañeros tenían un extraño y perverso ritual. La actividad permitía charlar entre nosotros mientras trabajábamos, y todos los integrantes del grupo en forma muy ordenada, exponían ante el improvisado auditorio las razones por las cuales había perdido la vista. La ceremonia no habría pasado a mayores si no le hubiera prestado atención a las características de los discursos. Parecía una competencia macabra para demostrar quién había sufrido más, donde al final, se le entregaría una medalla al participante capaz de relatar la historia más truculenta y sangrienta. Con espanto me encontré en la incómoda situación de tener que escuchar una docena de trágicas historias mientras comprendía que paso a paso mi turno se iba acercando. El momento tan temido llegó y mis nuevos compañeros se dispusieron a escuchar las razones por las cuales había quedado ciego. Yo dudé unos segundos, tomé un poco de aire, y cuando todos esperaban que me lanzara a un relato de sangre y lágrimas, yo les ofrecí la siguiente historia: les pregunté si alguno recordaba una serie de televisión de los años setenta que en la Argentina se llamó “El hombre nuclear”. Para aquellos que no se acordaban, les conté que se trataba de la historia de un astronauta que sufría un accidente. El fulano perdía un brazo, las piernas y un ojo, y el gobierno de los Estados Unidos, le sustituía esas partes del cuerpo por miembros biónicos. En mi caso, les dije, me sucedió algo parecido. Tuve un problema de salud y en el hospital me reconstituyeron. El problema fue que nosotros no vivimos en los Estados Unidos, y en vez de la CIA, a mí me atendió el PAMI. Como resultado en vez de reinsertarme piezas biónicas, me pusieron todos cacharros de alambre y plástico que a los dos meses ya se habían trabado.
Un silencio sepulcral se adueñó del salón cuando terminé de hablar. Mis compañeros no sabían qué actitud tomar. Ellos esperaban una historia a la altura de las circunstancias y el cuento mío nada tenía que ver con el drama a los cuales estaban acostumbrados. Luego de unos segundos de silencio, uno de los participantes se animó a reír. Casi al instante todos se soltaron, y unos segundos más tarde, la sala entera estaba envuelta en una hermosa carcajada.
En la clase siguiente se podía notar un cambio realmente interesante. Al parecer las historias de sangre y dolor habían cedido el lugar a una animada y divertida charla de risas y bromas. Una actitud diferente a las que hasta ese momento habían liderado al grupo bastó, para torcer el camino andado durante quién sabe cuanto tiempo.
Estoy convencido de que en el cambio de actitud se halla, el primer paso a dar en el camino del mejoramiento de las relaciones entre las personas con algún tipo de discapacidad y la población en general. En mi opinión, allí radica el comienzo de todas las demás soluciones que deberemos hallar. Mientras tanto valdría la pena provocar por parte de las personas que sufrimos algún tipo de discapacidad, una reacción en cadena de amables actitudes cotidianas. De sencillos gestos que arrastren luego a otros gestos. De un poco de comprensión, que seduzca después a algo de tolerancia, para que más tarde ambas inviten a pasar al frente a la buena voluntad. De un “por favor” que habilite a una sonrisa, para terminar todo en un “muchas gracias”.
Nadie puede saber con certeza cuánto tiempo faltará, para que la medicina descubra una cura a los problemas de salud que aquejan a las personas afectadas, pero mientras esperamos, mientras soñamos que algo así sea posible, bien valdría la pena poner en práctica esta simple y contagiosa teoría.
Autor: Equipo de editores de Lázarum.com
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